Los relojes públicos también son medios de comunicación: sistemas normalizadores del tiempo que, dependiendo su ubicación, nos dicen qué y cuándo hacer dentro de nuestra ciudad.
Por Juan Butiler
Estás yendo a trabajar, a la facultad o simplemente caminás sin un destino claro. Tu mirada se fija al frente o hacia abajo para evitar inconvenientes, pero nunca para arriba. Es más, observás cuando hay eventos fuera de la normalidad como un helicóptero, un supuesto cóndor en medio de la ciudad o nubes con formas extrañas. Pero no siempre fue así. Antes, cuando no había relojes de pulsera o dijes, las personas se enfocaban en la arquitectura.
Los relojes monumentales aparecen en la cultura universal como una forma de darle a las personas una organización normalizadora del tiempo. Acompañada por estructuras excepcionales, los mecanismos con agujas embellecen las ciudades y participan de los relatos. Desde Harold Lloyd en el ascenso al reloj (El hombre mosca, 1923) hasta Cruella de Vil enloqueciendo en 102 dálmatas,  estos sistemas son protagonistas de las historias.
Harold Lloyd en el ascenso al reloj (El hombre mosca, 1923)
En Córdoba también estamos inmersos en la narrativa de los relojes. Si caminás por Rosario de Santa Fe y Rivadavia, te vas a topar con una de las esquinas más bellas de la ciudad. Se trata del actual edificio de ANSES con un blanco impoluto y una torre que se esconde entre los edificios vidriados y corporativos. Allí se ubica uno de los relojes más bellos de la Docta, inaugurado en 1940, que le daba a los ciudadanos la hora para hacer trámites. 
Otro de los clásicos relojes monumentales llamaba a las personas a educarse. Lo encontrás en el Colegio Nacional de Monserrat, de la marca J. F. Weule, inaugurado en 1927. Para ir a rezar, actividad que al cordobés de época le encantaba y no le era difícil, se ayudaban con el reloj monumental de la Catedral de Córdoba. Éste último tiene como característica la activación de las campanas por el movimiento de las agujas. 
Cruella de Vil enloquece cuando suena el Big Ben en Londres
Quizás no somos conscientes (de hecho nadie que esté leyendo esto la debe haber conocido) que existió una torre en el cabildo. Sí, el cabildo tenía una torre que contaba con un reloj esférico marcando la hora oficial de la ciudad. En 1880 no todas las horas eran iguales a lo largo y ancho del país, mas bien se guiaban por los puntos cardinales. El epicentro de nuestra ciudad fue determinado en el Observatorio Astronómico oficializando el huso horario de la capital provincial. 
Bueno, el reloj no está, la hora oficial no está. Es una metáfora de una ciudad que vive a las sombras de las grandes urbes. La torre del cabildo se estaba cayendo y los trabajadores del lugar decidieron quitarla como modernización y con ello, el reloj. No menos simbólico es que la hora oficial de la ciudad se haya mudado a la calle Dean Funes y Trejo, donde actualmente se encuentra la ex Legislatura. 
El cabildo siempre tuvo problemas para organizar sus modificaciones. De hecho, en 1606 se intentó hacer una gran refacción de la fachada para mejorar el centro de la ciudad pero se demoró porque el único albañil de Córdoba estaba preso:
“Está dentro, en el mismo solar de la cárcel donde está preso el dicho Bernardo de Leon oficial de albañil y no hay otro oficial en esta ciudad que pueda acudir a la dicha obra y los materiales referidos juntos que podían perderse no prosiguiendo en la dicha obra..."
Este fragmento fue extraído del Archivo Histórico Municipal donde cuentan las historias de los cabildantes y el edificio. En el mismo texto se encontró la historia de una mujer que se lanzó de dicha torre por un mal de amores. 
Los relojes en altura son guardianes de la memoria colectiva, parte indiscutida de la arquitectura de una ciudad. Si bien ya no miramos hacia arriba, siempre hay un reloj que nos está guiando todo el día, todos los días.
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